El desbravador de mulas – Jorge Accame

El desbravador de mulas - Jorge Accame

El desbravador de mulas – Jorge Accame

 Hasta los diez años no supe exactamente a qué se dedicaba mi padre. Íbamos de pueblo en pueblo por el Ramal, vagabundeando, alojándonos en pensiones o en casas de familia. Yo lo acompañaba a todos lados, pero nunca pude enterarme de cuál era su trabajo.

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No nos faltaba la plata y la gente del lugar nos trataba como a príncipes. Mientras fui chico no presté atención a estas cosas, pero cuando fui creciendo empezaron a preocuparme.

Cuando le preguntaba a papá qué hacía para ganarse la vida, él me contestaba:

-Soy  desbravador de mulas, como tu abuelo.

A mí me parecía raro, porque jamás lo había visto domar. Además no podía creer que los pueblos adonde llegábamos no tuvieran sus propios domadores.

Papá se pasaba la mañana durmiendo, decía que por la noche sufría de insomnio y no descansaba bien. Al mediodía se levantaba y salíamos a almorzar. Después me hacía practicar un rato de lectura con un manual destartalado que llevaba en la valija. Por la tarde paseábamos unas horas al aire libre y luego regresábamos al pueblo a cenar. Así era más o menos nuestra vida.

Me acuerdo que cierta vez, en Santa Bárbara, fuimos a caminar a la hora de la siesta. El sol me hacía doler la cabeza de tan fuerte que estaba.

Papá entonces me dijo que me sentara a reponerme en una piedra mientras él buscaba algunas cosas que necesitaba.

Se alejó de mi unos veinte o treinta pasos, mirando cuidadosamente el suelo. De pronto se agachó y tocó la tierra.

Me aproximé y le pregunté que había encontrado.

-Huellas de herraduras –respondió.

Las vi. Al lado había también otras marcas profundas, largas y delgadas.

-¿Y eso?

Papá sacó un centímetro del bolsillo y las midió.

-Parece que hubieran estado arrastrando un hierro o una soga pesada –me dijo.

Siguiéndolas, llegamos a un pequeño cementerio. En la entrada encontramos dos arbustos quemados que poco a poco iban deshaciéndose con el viento.

Papá echó una mirada por encima de todo, como si ya supiera de que se trataba, y propuso que volviéramos a las casas.

Esa noche, me acompañó a la pieza que nos había prestado una familia del lugar. Me tapó y dijo que me durmiera, que él todavía no tenía sueño y prefería ir a tomar algo al boliche que estaba en la otra cuadra.

Yo cerré los ojos, pero en cuanto él salió, volví a vestirme y lo seguí.

Soplaba viento del sur y a la distancia se veía el resplandor de los rayos que iluminaban el cielo.

Papá fue al boliche, como me había dicho. Permaneció allí unos minutos y salió con un cuchillo en la mano. Algunas personas lo acompañaron hasta la puerta, pero no bajaron a la calle, como si tuvieran miedo de algo.

Yo me había ido acercando hasta detenerme en una esquina, justo detrás de él. Desde allí podía espiar todos sus movimientos.

Con el mango del cuchillo, papá trazó en el suelo un cuadrado grande como una pieza. Luego se colocó justo en el centro y se quedó ahí parado. No tuvo que esperar casi nada. Enseguida se oyó un ruido terrible, como un trueno, y la gente se metió adentro de la casa. Cerraron la puerta y apagaron los faroles.

En el final de la calle apareció algo y empezó a aproximarse a toda velocidad. Iba directamente hacia papá.

A media cuadra, lo distinguí bien. Era una mula furiosa, negra y brillante. Con sus grandes dientes tiraba tarascones al aire y largaba una especie de fuego por la boca que hacía que relumbrara más aún en la oscuridad. El tropel era atronador porque arrastraba unas cadenas que tenía enredadas en el cuerpo y el eco de los cascos se multiplicaba entre las casas del pueblo.

Papá la aguardaba, inmovilizado en medio de su habitación de aire.

La mula llegó hasta él con la fuerza de un huracán, como si fuera a llevárselo por delante, pero se paró en seco frente a la línea trazada en el piso y empezó a bellaquear. Papá se arrodilló y pronunció unas palabras que no entendí.

Poco a poco la mula pareció calmarse y, cruzando la línea, entró en el cuadrado. Entonces papá se puso de pie. Se acercó a ella, la acarició y con mucha suavidad le sacó el freno.

El animal, ya tranquilo, se dio media vuelta y regresó al paso por donde había llegado. Las cadenas y el fuego de su boca se habían desvanecido.

Corrí y abracé a papá. Él no se sorprendió de verme allí.

-¿Qué era? –le pregunté.

-Una mulánima, un espíritu condenado –respondió-. Ahora ya puede descansar.

Lo miré. Parecía agotado por el esfuerzo.

-Papá. ¿Éste es tu oficio?

Me palmeó el hombro. Me fijé en el cielo despejado. La tormenta se había ido.

 

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